“Quiero que me esperes a las 22:00 en la habitación 303, desnuda, a cuatro patas frente al espejo, un pañuelo morado vendándote los ojos y unas botas negras de tacón … Por supuesto: no se te ocurra tocarte.”
Creo que estaba más asustado yo que tú. Temblaba y el corazón bombeaba ensordecedor cuando cerraba, con la humedad de mi lengua, ese sobre que tú abriste para encontrar, junto a la tarjeta instructora, una llave de la habitación 303 de hotel.
Pero te vi entrar, sí. Cruzaste el umbral del hotel con el sobre en la mano mientras yo comenzaba a degustar el segundo whisky en la cafetería, y tras los cristales, te vi. Miento, vi tu oscura melena primero, luego te vi a ti subida en tus raudos pasos pasar casi como una exhalación. Tuve que asomarme para confiar en lo que mis ojos decían haber visto, porque no terminaba de creerte capaz. Y allí estabas, junto al ascensor, poniéndote las gafas negras por diadema, con el sobre en la mano.
Di otro trago al whisky, no sin cierta satisfacción, creo que hasta sonreí. Unos instantes sólo, porque inmediatamente volvió el miedo a instalarse entre mis pensamientos: ¿Lo harías? Tal vez venías al hotel, pero nada más de lo pedido -por no decir ordenado- en mi tarjeta se vería cumplido. Es cierto que no eres mujer de acatar órdenes, pero aún es mucho más cierto que, aún confiando en mí como sé que confías, temes al desamparo más que a nada en el mundo, y la confianza ciega e irracional no se cuenta entre tus capacidades. Lo sé, no te enojes, lo sé y lo asumo. Quizás por eso mismo quise tentarte, a ti, que te pusieras tú a prueba a ti misma. Pero no tenía nada claro que fueras a hacerlo, la verdad sea dicha, es más, estaba casi seguro de que no lo harías.
Por eso cuando pasada media hora decidí subir a la habitación 303, volvió a bombearme el corazón tan brutalmente que tuve que pararme ante la puerta al menos dos minutos más, respirando acompasadamente, diciéndome una y otra vez que estarías sentada en la cama, y me tocaría consolarte, porque no habías podido, te repasaría el pelo, te abrazaría, hasta te secaría las lágrimas, porque tú llorarías, y me di cuenta, entonces no antes, que tampoco el plan me desagradaba lo más mínimo, que incluso ese resultado me bastaba, porque habías venido, porque verte cruzar el umbral del hotel ya me había proporcionado un placer que no esperaba, porque lo habías intentado, al menos lo habías intentado.
Intenté no hacer ruido al abrir, pero oíste la puerta. Lo sé porque te estremeciste, sentiste la necesidad de juntar las piernas y salir corriendo, pero te contuviste. Y yo creí morir. Se me nubló la vista y todo, de hecho, me tuve que apoyar en la puerta para no caer. En silencio.
Silencio que tú debiste interpretar como parte del juego, y de hecho, así comenzó a ser, pero si tengo que decirte la verdad, que de eso se trata esto, es que el silencio comenzó siendo eso, una necesidad mía para poder creerme lo que veía. Después ya no, ciertamente, después fue parte del … iba a decir juego, pero fue más, mucho más … ¿Prueba? ¿Demostración de confianza? No sé cómo calificarlo ¿Tú lo sabes? Vamos a dejarlo en juego, sí, mejor, que no debo irme por las ramas.
Sólo podía mirarte a ti.
A tu piel temblorosa, a las marcas del bikini que aún delimitaban, a media nalga, el territorio de tu cuerpo del que sólo yo disfruto; a la doblez de tu pierna donde terminaban las botas, negras, como yo te había pedido; a tus pechos colgando, flácidos a ratos, otros endurecidos, más que probablemente por el frío que te invade cuando estás nerviosa; a tu cara reflejada en el espejo con ese pañuelo que yo te había regalado, morado, vendándote los ojos, largo, con uno de sus cabos cayendo junto a tu cuello hasta reposar en el suelo, con el otro cabo hecho un cierto barullo entre tu pelo negro y mezclado con él, y ambos, ahogados en la blancura de tu espalda.
Sólo podía mirarte a ti, insisto, por eso tardé mucho más de lo que imaginas en darme cuenta de que la luz de las velas cimbreaba sobre tu piel, creo que no me di cuenta hasta que me había acercado a tan sólo un metro de ti, fíjate. Sonreí entonces, habías querido poner tu nota de decisión, habías corrido las cortinas para que la luz de las farolas no pudiera entrar a fisgonear y habías decidido tú qué luz querías que nos iluminara. Y lo más importante: habías confiado en que yo aceptaría tu decisión, porque tú querías jugar mi juego, si bien estableciendo alguna de las reglas tú. Bien sabías entonces que ni loco hubiera cambiado la luz que tú habías elegido, por nada del mundo hubiera querido quitarte nada de lo que hubieras decidido tú cuando tú me estabas haciendo el regalo que jamás había pensado fueras capaz de hacerme.
Así iluminada, me acerqué a ti, te acaricié el pelo y temblaste. Estoy seguro de que lo recuerdas. Sentí unas ganas tremendas de abrazarte, pero me las aguanté. Yo también estaba nervioso, sí, no te lo negaré ahora. Acaricié tu espalda y estabas helada.
- Te quiero, lo sabes ¿verdad? -susurré.
Cuando afirmaste dentro del espejo con la cabeza levantando al tiempo la mano izquierda del suelo, tuve que cortarte:
- Espera, no te muevas.
Verte volver la mano a su sitio entonces, creo que fue lo que me regresó al juego. “¡Si está jugando ella mejor que yo!” pensé. Sí, lo que oyes, me di cuenta de que me estaba yendo, que me habías dado lo que quería realmente, y que ya no esperaba nada más; fuiste tú la que, obedeciéndome cuando ni tan siquiera estaba ordenando nada, cuando las palabras habían salido solas como una petición infantil, me recordó que aquello no terminaba allí. Y no podías seguir con el juego tú y yo no.
Me senté en el suelo, a tu lado, muy cerca, mirándote, observando los pliegues de tu piel, los lunares y el vello. Mi mano se acercó a tu muslo, acariciándolo desde la cadera hasta la rodilla, sintiendo como titilaba tu cuerpo entero, tenías la piel fría, eso me hizo imaginarte durante un cierto tiempo así, en esta postura, esperando a que entrara en esta habitación, nerviosa. Tenía que comprobar si te habías excitado esperándome, el miedo en pequeñas dosis excita y en grandes, paraliza; habías aguantado el tirón, no habías abandonado el juego, así que te habías tenido que excitar.
Ascendió mi mano por tu muslo rodeándolo hasta acariciar únicamente el interior del mismo y tensaste los músculos de tus piernas, lo sentí. Ni me inmuté, cierto, seguí hasta atrapar todo tu sexo con la palma de mi mano, tensándose entonces todos tus músculos hasta arquear la espalda. Claro que sentir aquel calor húmedo, tremendamente húmedo, en la palma de mi mano me arrastró entre tus piernas, sin pensarlo siquiera tumbé mi espalda e introduje mi cabeza entre ellas para olerte, para saborearte, para mirarte. Sí, para mirarte, había poca luz pero veía tus labios brillar como nunca. Es posible que jugara con ventaja, porque ¿recuerdas la velita que dejaste sobre la cómoda, a la derecha? Pues esa se vino conmigo. Y los brillos de tu excitación reverberaban de una forma muy especial cuando les acercaba la vela. Notabas calor y ahora ya sabes qué era, sí, era la vela.
Quise besarte como nunca, de veras, cuando miré en el espejo el cuadro que hacíamos juntos, tu desnudez abierta para mí de aquella manera hizo que, por un momento, quisiera abrazarte y comerte la boca hasta la extenuación, pero el regresar mi mirada al cielo que cubría mi cabeza me llevó a besar aquellos otros labios tuyos con la misma extenuación que te hubiera besado la boca. Lamí como si me fuera la vida en ello, necesitaba que te corrieras ya, que sintieras una pequeña parte del placer que me estabas dando. Por eso aplasté tus nalgas quizás un poco rudamente para acercarte a mi boca, para que te desparramaras en ella, para que ni uno sólo de los segundos que siguieran a aquel fuera de vacío, sin rumbo, para que tus gemidos subieran, como subieron, de tono e intensidad. Arrastré mis manos hacia tus pechos cuando ya estabas jadeando y moviendo tus caderas porque supe que ya no temías, y acaricié con la suavidad que sabemos ambos te lleva a los infiernos hasta que tus muslos me apretaron las mejillas y tus erectos pezones temblaron solos entre mis dedos, hasta que dejaste de jadear para partirte en un ronco espasmo. Creo que me bebí aquel orgasmo tuyo, porque no podía dejar de acariciarte y tú, no pudiste dejar de regalarme otro espasmo que te vaciara, aún más, en mi boca.
Posaste entonces tus brazos hasta los codos en el suelo y yo, que ya estaba en el rol asignado en el juego, no quería que se acabara, no, no debía acabarse entonces.
- No te he dado permiso para descansar, Glauka -escuchaste, amortiguada mi voz por tu cuerpo, mientras salía de debajo de ti.
Y te incorporaste, sin queja. Casi me matas de nuevo, te lo juro, no esperaba eso. Cierto que lo decía convencido, pero casi sin pensar, realmente me pillaba totalmente por sorpresa verte actuar según mis indicaciones. Por eso acaricié de nuevo tu espalda, tus nalgas, tu cintura, antes de alejarme de ti.
Me senté en el sillón, junto a la ventana, me quité la camisa, los zapatos, y te miré en silencio.
(continuará)
A ciegas © Glauka 2007
Etiquetas: A CAMBIO DE LA INMORTALIDAD SIRENAICA