¿Cómo no iba a llamar él? Mojaba sus labios sonrientes recordando aquella llamada en el hiper con la que Paula le sorprendió sin preguntarle si le venía bien o no le venía bien, ni plantearse siquiera que él pudiera cortar la comunicación, incómodo, dejándola con las ganas. Le devolvería la jugada, a su manera, eso sí.
- Dime Sam.
- ¿En dónde estás?
- Todavía en el despacho, estoy escribiendo un mail y aún me queda recoger la mesa, no me ha dado tiempo a salir todavía. Pero no te preocupes que llego.
El golpeteo de sus dedos sobre el teclado certifica lo que está diciendo. Se sonríe.
- Cómo me gustaría estar bajo tu mesa ahora mismo, abrirte las piernas y hundirme entre ellas.
- Por favor ¡¡¡no me hagas esto!!! Tengo que terminar el mail, Sam, no juegues. Espérate a que lleguemos a casa.
- No, de eso nada. Ahora mismo me encantaría estar ahí y sentir el calor de tus muslos en mis mejillas, olerte, que ese olor a sandía me atrape y mi lengua se roce contra tu caliente braga.
Ya lo ha hecho. El siempre lo hace. No sabe porqué, pero le dice dos frases y la enciende en un tris. Ya se ha despertado el “zum” rugiendo en su vientre y los labios que unen sus piernas, ya están alborotados.
- Déjame terminar esto...
- ¡Que no Pau, que no! Que me apetece saberte muy caliente cuando nos encontremos en la tienda. Saber que me has imaginado ahí, debajo de tu mesa, comiéndome tu coño como tú sabes que me gusta comérmelo, con ganas, rechupeteándome, bebiéndote cuando te desbordas.
No suena el traqueteo del teclado.
- ¿No te estarás tocando?
- No. No me estoy tocando. Pero como sigas así, me tocaré.
-Movería tus nalgas hacia adelante, que te quiero con los labios bien abiertos. -sigue él dejando inútiles las amenazas de Paula- Las tienes frías.
Le da un respigo a Paula. Es verdad que tiene las nalgas frías.
-Y soplaría sobre tu hermoso clítoris antes de darle un lametón de lengua abierta, plana, caliente.
- Venga, me voy a ir yendo ya, Sam. No puedo seguir así aquí, en cualquier momento entra alguien y se me notará. ¡Eres un desgraciado!
- Vale, pero no me cuelgues. Déjame acompañarte.
- Pero si nos vemos en veinte minutos...
- Pues déjame acompañarte, apaga el ordenador y enchufa el manos libres.
Mientras apaga el ordenador y recoge su abrigo y su bolso, distiende la conversación Sam preguntándole, como si tal cosa, qué tal le ha ido el día, si ha comido en dónde siempre, si ha “ladrado” a algún cliente de la empresa descargando así su malestar laboral; mientras, el ronroneo ventral se ralentiza en Paula, sin apagarse, desde luego, pero, de la que la humedad que desciende de sus adentros cala sus bragas, va instalándose un nivel de ralentí en el zumbido de sus ganas.
- Vuelve a sentarte un momento.
- Pero si ya he apagado todo...
-Que te vuelvas a sentar un momento, es sólo un momento.
- Venga, va. Ya estoy sentada.
-Quítate las bragas -tras unos segundos silenciosos, reitera su petición- Quiero que me des las bragas cuando nos veamos, así que vas a tener que quitártelas ahora que puedes, más tarde va a estar complicado ¿no crees?
Le ha clavado otra vez una antorcha encendida en medio de sus tripas y mientras se extiende en todas direcciones, Paula duda. Un segundo nada más, tal vez dos, pero duda. Sabiendo como sabe que eso es lo que busca Sam, que sus dudas y su superación convierten a Sam en deseo hecho carne quemada, sube su falda para descender sobre sus muslos y sobre las medias a mediomuslo que lleva, las bragas que Sam ha mojado sin tocarla siquiera. No resiste la tentación de saber qué es lo que olerá Sam cuando se las de, las acerca a su nariz e, inmediatamente, las mete en su bolso hechas un barullo.
- Ya está. Ya están en el bolso ¿contento?
. Sí. Muy contento. Ahora ya puedes salir, te estoy esperando.
Ella sale del despacho poniéndose el abrigo con el bolso en una mano y el teléfono en la otra Vuelve a hablarle él de los acontecimientos del día, como si nada hubiera pasado; ahora le cuenta que ha hablado con su madre, que el fin de semana habrán de ir a comer con ella, que está algo pachucha, le da recuerdos de su amigo Héctor, se encontró con él en el metro y han quedado en cenar todos juntos al menos una noche antes de que lleguen las vacaciones. Ella escucha sin olvidar, ni por un sólo momento, que no lleva bragas.
Entra en el Centro Comercial desabrochándose el abrigo y parándose a mirar uno de los collares expuestos en una vitrina.
- ¿Has llegado ya?- inquiere él, percatándose de la ausencia de tráfico al otro lado del hilo telefónico.
- Sí, sí. Estoy en la planta baja, mirando un collar.
- Pide que te lo dejen probar.
- No, no, si es sólo curiosidad, si no pienso comprármelo.
- Tú pide que te lo dejen probar.
- ¿Y eso? -vuelve a burbujear el vientre de Paula.
- Quiero que te mires en un espejo con el collar puesto, para que sepas cómo es tu cara cuando nadie más que tú y que yo sabe que no llevas las bragas puestas.
- Mira que eres...
- Tú pídelo.
Y lo pide. Y amabilísimamente la vendedora saca de la vitrina el collar y se lo cede a Paula, quien, frente a un espejo y con sumo cuidado, mete su cabeza por el collar, levantándose la melena con la mano derecha para soltarla una vez tiene el collar posado sobre su pecho. Mueve el conjunto de grandes aros plateados y piedras negras de diversas formas hacia arriba y hacia abajo frente al espejo, rozando la piel que deja su camisa entreabierta ver, decidiendo abrir un botón más y abriéndolo efectivamente.
- Te brillan los ojos, mírate, mira como te brillan los ojos. Estás tan mojada por saber que no llevas bragas que hasta se te empaña la mirada con la humedad que te brota entre las piernas.
Sonríe frente al espejo. Es cierto: no lleva bragas.
Mientras Sam se ríe y hace comentarios jocosos sobre la conversación que mantiene con la dependienta dejando para más adelante la adquisición del collar, Paula sigue su camino en dirección a las escaleras mecánicas.
- ¿No hay pañuelos por ahí cerca?
- Sí, creo que sí -busca con la mirada- sí, allí están, al fondo.
- Venga, va, vamos a ver pañuelos -baja la voz Sam reflotando el efervescente zumbido que se agarra el vientre de Paula.
Mira, remira y escoge Paula, elige primero por colores. Alegres y primaverales son los primeros que toca, que pasa por sus manos suavemente, contándole a Sam cómo la frialdad de la seda le roza las muñecas antes de que él vuelva a jugar con su deseo. Se le ha adelantado y eso no puede ser.
- Busca un foulard, uno tipo foulard con el que pueda atarte.
De nuevo domina la situación, ella le deja, se lo pone en bandeja de plata. Le gusta, le gusta a ella dejarle llevarla por donde él quiera. Le cuenta de uno color hueso, con bordados andaluces cuyo relieve se aprecia al tacto, pero no le convence, le pide que siga mirando. Uno rojo sangre atrapa su mirada pero Sam no está por la labor hasta que aparece uno gris marengo de largos flecos, prácticamente mate, más grueso que el resto, con el que Paula se da una vuelta al cuello y aún le llegan los flecos a las rodillas.
-Estarás preciosa sólo con él puesto.
Se ríe Paula nerviosa.
-¿Quieres que lo compre? -muerde los flecos mientras roza sus mejillas con la seda.
- Puede. De momento quédatelo. Creo que me va a gustar verlo flotar sobre tu culo, ver como los flecos se quedan atrapados entre tus nalgas tiene que ser todo un placer. Sí, de momento te lo quedas y te vas acercando a lencería.
- ¡Uyyyysss! ¡¡¡A lenceríaaaa!!! - replica Paula.
- No te hagas ilusiones, querida, sabes que me gusta quitártela, no ponértela.
Con el foulard alrededor del cuello, sube en las escaleras mecánicas quitándose el abrigo. Con él sobre su brazo izquierdo y Sam hablándole desde dentro de su cabeza entra en el maravilloso mundo de la ropa interior.
- No, no mires si hay tu talla -la pilla en pleno proceso en una fila de sujetadores negros tipo balconett sin relleno, que le entraron por los ojos.
-¡Cómo lo sabes! -se muerde los labios- Déjame mirar, para una vez que encuentro sujetadores sin relleno...
- No, no, no- habla al tiempo Sam- no necesitarás un sujetador de tu talla, bastará uno un par de tallas más pequeño, así que no necesitas perder tanto tiempo.
- ¿Cómo? No entiendo.
- Tienes prisa, cariño, por si no te habías dado cuenta, llevas aguantando la calentura casi media hora y estás deseosa de que te la meta hasta el fondo. Lo de menos para ti es la talla del sujetador que te vas a probar. Y para mí es importante encontrarte con las tetas desbordadas en el probador.
Clavada se ha quedado Paula. Lo ha dicho todo de seguido, con esa seguridad pasmosa con la que dice tantas veces las cosas Sam, dejándola sin aliento, sin palabras, sin razones ni argumentos. Pero nunca antes la había hablado así y había sentido vergüenza. Vergüenza fusionada con deseo, que era lo realmente de estreno. Desengancha de la percha el sujetador que tiene en la mano, talla 90, y se dirige al probador sin pensarlo siquiera.
Entra en el del fondo -es más grande que los demás-, con Sam aconsejándola al respecto. Deja caer el abrigo al suelo y se ve en el gran espejo central absolutamente ansiosa, con ese pañuelo gris abrazando su cuello, con una blusa blanca y una falda de lanilla evasé que, dice Sam, hace rato le vienen estorbando.
- Quítate esa blusa sin quitarte el foulard por favor, sólo la blusa, mirándote en el espejo. Así sabrás lo que veo yo cuando te desnudas.
- Sam ¿no habíamos quedado? ¿Porqué no vienes a quitármela tú? -intenta un acercamiento Paula.
- No Pau, no. No iré hasta que no estés como quiero encontrarte.
- Y eso ¿cómo es?
- ¿Quieres no hacer tantas preguntas y quitarte de una vez la blusa? Sólo si sigues mis indicaciones lo sabrás. Cuéntame, ve contándome por favor.
Y le va contando, bajando la voz, en susurros que le ahuecan la voz, cómo desabrocha un botón, y luego otro, y otro más, hasta que está la blusa totalmente abierta y sacada de la falda. Cuando él la empuja a sacarse un hombro y luego la manga, Paula le cuenta cómo saca la otra manga, cae la blusa al suelo y le da un pequeño escalofrío verse así en el espejo.
(continuará)
© Glauka 2008
Etiquetas: A CAMBIO DE LA INMORTALIDAD SIRENAICA