Cosas de la vida, hoy tiene que salir. Debe salir. Es el último día de fiestas y le ofrecen en su casa la emocionante oportunidad de salir de noche. No tendrá que saltar por la ventana esta noche y, sin embargo, sólo quiere encogerse en su cama.
Deja pasar la última noche de este verano sentada en las escaleras del puerto que llevan a las barcas, y se le acerca Jorge, ese veinteañero que casi se enamora de ella de la que la enamoraba cuando desconocía sus escasos quince años. Se sienta a su izquierda, un escalón más arriba, y le acaricia el pelo. No habla. Ella tampoco. Se le cae una lágrima que él no ve.
Rompe el silencio pretendiendo sacarla de esta oscuridad para tomarse algo bajo las luces de cualquier pub que se carcajearían de su tristeza, se acerca para empujar sus hombros en dirección a esa luz sucia porque no soporta no ver el brillo alegre de sus ojos ni escuchar el tintineo de su risa, y ella se revuelve, consigue desasisirse como no conseguía desasirse unas horas antes. Callan.
Pasan los diez minutos más largos de su historia, los diez minutos más largos de todos los minutos que han pasado juntos en aquel verano. Jorge acaricia su cara y pasar levemente su dedo pulgar por sus labios y, ante la tensión con que tropieza, besa su frente con dulzura.
Una pena no haberlo hecho antes.
Eso dijo él.
Vete fue la respuesta que obtuvo. Por favor, vete, para ser exactos.
A solas en aquellas confortables escaleras de piedra hundidas en la oscuridad, su amiga Marga le cuenta los detalles de la pelea entre Jorge y Manolo cuando a ella le faltó tiempo para poner al día a Jorge y, a éste, la faltó tiempo también, pero para encararse con el portero de discoteca más guapo de la zona. Jorge supo, gracias a su inestimable amiga Marga, que sus buenas intenciones al aparcar el beso que casi le da días antes, dejándolo colgado en la comisura de sus labios, retenido por un repentino ataque de conciencia, habían sido una estupidez:
Manolo es el portero de la discoteca, el guapo que se trae de calle a todas las veraneantes del pueblo. Y es su amigo. Pese a doblarle la edad, con ella no ha adoptado esa pose que tan bien le sienta de “Aquí está el bombón por el que se derriten tus huesos, nena” ni una sola vez. Casi se diría que se relaja cuando se ríe de sus ocurrencias de quinceañera, que le gusta cuando le tiene que recriminar esa mala leche que ella se gasta inocentemente con los niñatos y no tan niñatos que, día sí y día también, provocan a esta cría, porque ella es una cría. Sonríe cuando aparece a la una de la madrugada: puede que se haya escapado por la ventana de su casa, como sabe que ha hecho siempre que la ve a estas horas por la discoteca.
Y el verano toca a su fin.
Le trae una chocolatina, que antes de despedirse al anochecer, él dijo algo de que se moría por un chocolate. Y ella se lo trae, para, de paso, ganarse su perdón por ser tan insistente con determinada muchacha, que le ha pedido el "favor" de hablarle de ella a Manolo, dada su amistad, y eso ha estado haciendo ella antes de irse pensando en saltar por la ventana, otra vez, cuando todos durmieran en su casa, sin saber que hoy no tendrá que hacerlo.
No es la primera vez que le toma el pelo: que qué guapa que estás, que si hoy voy a tener que pelearme con más de uno, que hazme el favor de no ser tan galla, que si mejor ligaba contigo que con esa amiga tuya … sin más transcendencia que un tonteo entre dos que se ponen al día de sus "amores de verano", que las niñerías de la quinceañera (enamoriscá de un tal Jorge) más de una sonrisa han sacado al treintañero, portero de discoteca ligón. Porque son amigos.
Y le dice que el pincha, porque por aquel entonces los disjokeys se llamaban pinchas, quiere hablar con ellas, concretamente con su amiga Marga, que venga, vamos a la cabina.
Entran en el almacén los tres, y, cómplices, sonríen viendo a su amiga Marga subir las escaleras que la conducirán a la cabina donde le espera la sonrisa del pincha.
Salivas embadurnan su cara, prisionera contra la pared, con un fuerte dolor en una muñeca y una ocupación de lengua desconocida en su boca. Empuja con el vientre, con las piernas y hasta con el alma, a aquel montón de ser humano que la aplasta brutalmente contra la pared, huye de aquella boca empeñada en indagar dentro de la suya, sin mucho éxito, la lija de aquellos labios no deseados arañan su tierna piel, intenta zafarse de aquella mano que amasa su pecho izquierdo sobre la camiseta, invadida por la presión que entre sus piernas alguna parte de aquel montón de carne ejerce allá donde nadie ha osado acercarse antes, nublados sus ojos abiertos, incapaces de entender porqué huelen tan de cerca la piel morena de Manolo hasta llevarla a esa náusea que le aprieta la garganta sin poder gritar, cercada sin escapatoria, acorralada, se ahoga voluntariamente para no vivir lo que está viviendo. No piensa.
Escupe con todo su cuerpo movimientos que quedan a medias, arde con una furia temblorosa que intenta salir por todos los poros de su ser para quemar, destrozar o aniquilar, a esa losa aplastante, babeante, invasora, en que se ha transmutado aquel amigo suyo durante unos largos minutos en los que sus protestas, quejas y negativas son engullidas sin miramientos por aquel animal que se le ha echado encima. No piensa.
La puerta de la cabina le da un respiro al entreabrirse, relajando por un segundo la inmensa fuerza de aquel hombre jamás sospechada por la quinceañera, ni en la peor de sus pesadillas. Una patada de las que escupía tiene éxito entre las piernas de la bestia. Es posible que se encogiera. No piensa.
Corriendo entra en el aseo de la discoteca. Corriendo aparece su amiga Marga, que la ha visto desde lo alto correr hacia allí. Se mezclan los vómitos con las lágrimas, abrazada a la taza del váter. Se ahoga en llanto. Congestionada se frota la cara con agua, restriega su camiseta empapándola hasta lastimarse el pecho, enjuaga la boca con jabón líquido. Duele infinitamente pensar.
Por fin ha tenido su primer beso. Inolvidable, desdeluego.
Primer beso © Glauka 2007
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