DESDE UN TREN EN MARCHA
En cualquier caso: no volviste.
El tren reanudó su marcha cargado con los lastres a los que renunciaste para tu nueva andadura, tu nuevo camino requería una virginidad imposible habiendo viajado cuatro quintas partes de tu abono en este tren en el que sigo yo, pero que lograste abandonando las maletas antes de huir. No miraste atrás, ni tan siquiera dijiste “adiós”, sabías que aquel, el que sería tu último viaje con los ojos bien abiertos, era gracias a un billete en solitario y sin vuelta.
Mis nervios se aceleran, las tripas se encojen y el alma se aturde desbocándose en lágrimas silenciosas tras las gafas negras que ahúman el pasar de la vida ante mis ojos tras el cristal, aún más. Sigo viajando, subida en un tren en el que nadie sabe que hay un asiento reservado del que no has querido hacer uso y en el que, de tanto en tanto, se regodea ante mis ojos tu vacío como si de un agujero negro se tratara.
¿Tendré que enterrarte dos veces? ¿Veré algún día tus arrugas nuevas haciéndose o triunfantes en el ataud? ¿Alguien revolverá en tu equipaje –escaso- y descubrirá que existo antes de echarte tierra encima invitándome a gritarte un adiós que no escucharás? ¿Querrá esa nueva vida tuya quedarse con tus pantalones y camisas y tendré, entonces, que agradecer al Código Civil la obligatoriedad de mi recuerdo en el final de tu trayecto en solitario para que pueda quedarse con tus recuerdos? ¿Alguien me hablará de ti como “el que terminó el viaje” y será así como mueras una última vez, dentro de mí? ¿Es posible sufrir por tu muerte cuando has muerto ya mil veces conmigo? ¿Cómo puede quemarme tanto tu muerte –todas y cada una de las veces- si yo ya estoy muerta en tu memoria?
Podrías volver a coger este tren, aun sin saber ni dónde pararé ni dónde hago escala para dormir todas las noches, pienso en ocasiones, sin desearlo realmente porque sé que no será porque me eches de menos, ni menos, mucho menos, porque desees viajar a mi lado. Sé que estarías siempre añorando aquel paseo en el que yo no existía y empapando los cristales de resentimientos que minarían el resto de nuestro viaje juntos. En realidad tengo la certeza de que tanto si sigues existiendo sólo en mi dolor como si el mundo nos ve tomando un té en una terraza urbana, la herida seguirá abierta por los siglos de los siglos. La lepra es incurable y, siempre está carcomiendo, imparable sigue devorando, sin dejar que la herida cicatrice nunca, destruyendo con el afán necrófilo que nos contagiaste cuando aún viajabas a mi lado.
(Lo que desearía de verdad es que el tren diera marcha atrás y no se te ocurriera tan siquiera bajar a pasear por la estación cuando descarriló el tren. Pero los trenes no son cangrejos, los trenes viajan hacia delante, siempre hacia delante, y yo, sigo dentro de este tren que ni sabe ni quiere saber cómo borrar todo el trayecto ya recorrido sin ti)
Morirás otra vez más, y dolerá como nunca ha dolido pese a lo insoportable del dolor de todas las muertes tuyas que he padecido en tu ausencia. Todas las lágrimas derramadas creyendo que morías no habrán conseguido secarme y me derramaré en un llanto incurable que no escucharás. Porque todos los días te mueres un poco y, sin embargo, nunca terminas de morirte, siempre estás aquí, dentro, agonizando, descarnándome en un lento desaparecer tuyo infinito que me araña echándote de menos mientras las pesadillas de tu muerte se repiten insistentes, caleidoscópicas, renovadas, doliendo con primaveral intensidad una y mil veces.
Y no sabes que te quiero.
Aunque no cumpla con los requisitos que tu retorcida manera de ser amado exige, aun sin motivos, aun sin ser justo, aun sabiendo lo irracional y lo dañino. Aun cuando no lo creas y posiblemente no me inviten a tu funeral, entonces me desgarrará este maldito quererte.
(Sólo soy nueve números en tu móvil. Una única puerta de acceso que seguirá siempre abierta porque nunca los cambiaré, pese a que nunca la hayas usado. Por ti)
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